ISMAEL SANTOFIMIO TRUJILLO, EL CIEGO DE ORO
Este año (2012) a finales de junio, cumplirá 32 años de muerto uno de los hombres de mejor corazón, de mayor transparencia, de más depurada inteligencia y de la más excelsa sensibilidad que los Ibaguereños hayan tenido el privilegio de haber conocido. El ciego Santofimio, murió en su Ibagué del alma. Aunque él mismo por puro pundonor no lo hubiese reclamado y ni siquiera esperado, bien merece por su condición de coterráneo notable, el recuerdo constante de los tolimenses que lo conocieron de cerca. Amerita, sin habérselo propuesto y por su sólo ejemplo de vida, que su memoria perdure, que su prototipo se prolongue y que sus enseñanzas se difundan como una especie de incitación inagotable para las generaciones que lo vienen sucediendo.
Quedando ciego desde temprana edad a causa de un error en el suministro de un remedio para los ojos, jamás permitió que semejante impedimento físico le alterara su personalidad, le invirtiera su carácter, o lo convirtiera, con tan legítimo y contundente pretexto, en un holgazán o en un desvalido. Por el contrario, hombre cabal en toda la extensión de la palabra, ejerciendo su hombría con mujeres o a trompadas, si se veía avocado a ello, hizo de esta desgracia un incentivo para cultivar y maniobrar el impulso de su inteligencia y nutrirla con toda clase de porfías culturales, particularmente las referentes a la Historia y a la poesía. Y entonces, quien lo creyera, se vinculó al magisterio y se convirtió con los años, él, ciego, en alguien que le abría los ojos a los demás, en uno de los pedagogos más destacados y recordados de su departamento, el Tolima. Y no contento con ello, fundó su propio colegio y educó a centenares, a miles de muchachos que hoy tienen que retenerlo en sus recuerdos de juventud, como a un ejemplo a seguir.
Uno de sus amigos lo define como un hombre de recia voz de guerrero culto, sus tic nerviosos mordiéndose siempre los dedos, su angustia existencial traducida en una cierta indiferencia social en la que se le tuvo al final de sus días, su romanticismo a flor de piel, su descomunal curiosidad intelectual, su retentiva prodigiosa, su bonhomía integral, haciendo de su techo el hogar abierto sin restricciones para quien quisiera conversar con él. Y aprender algo, desde luego. Allí, en su morada campestre donde hacia interminables tertulias, mientras con la visita de turno desocupaban ansiosamente numerosas cajetillas de cigarrillos y reiterados pocillos de tinto en un corredor amplio y despejado frente a una panorámica sobrecogedora de la capital musical de Colombia, o en medio de su estupenda añeja biblioteca, lecciones penetrantes de política, geografía, historia, literatura y poesía.
De su parte siempre había un abrazo; una sonrisa y comida; un consejo o un concepto sólido, y bebida; y cultura y solaz y tinto para quien lo requiriese, para quien se le acercase en términos corteses en busca de un discernimiento, o de un amigo.
Este fragmento de nota fue tomado y adaptado de un reportaje que como homenaje el Periódico El Tiempo le hiciera hace ya algunos años.
eltiempo.com
Editorial - opinión
13 de julio de 2004
Germán Uribe